“WAKEFIELD” DE NATHANIEL HAWTHORNE – FRAGMENTO LEONADO: “WAKEFIELD: ¡QUE VEINTE AÑOS NO ES NADA!” – 29/3/2015)

Fragmentos Leonados

El Club de los Leones- Fragmento Leonado HawthorneRecuerdo haber leído en alguna revista o periódico viejo la historia, relatada como verdadera, de un hombre -llamémoslo Wakefield- que abandonó a su mujer durante un largo tiempo. El hecho, expuesto así en abstracto, no es muy infrecuente, ni tampoco -sin una adecuada discriminación de las circunstancias- debe ser censurado por díscolo o absurdo. Sea como fuere, este, aunque lejos de ser el más grave, es tal vez el caso más extraño de delincuencia marital de que haya noticia. Y es, además, la más notable extravagancia de las que puedan encontrarse en la lista completa de las rarezas de los hombres. La pareja en cuestión vivía en Londres. El marido, bajo el pretexto de un viaje, dejó su casa, alquiló habitaciones en la calle siguiente y allí, sin que supieran de él la esposa o los amigos y sin que hubiera ni sombra de razón para semejante autodestierro, vivió durante más de veinte años. En el transcurso de este tiempo todos los días contempló la casa y con frecuencia atisbó a la desamparada esposa. Y después de tan largo paréntesis en su felicidad matrimonial cuando su muerte era dada ya por cierta, su herencia había sido repartida y su nombre borrado de todas las memorias; cuando hacía tantísimo tiempo que su mujer se había resignado a una viudez otoñal -una noche él entró tranquilamente por la puerta, como si hubiera estado afuera sólo durante el día, y fue un amante esposo hasta la muerte.

 

Fragmento 2

“Me imagino también que, al mirar atrás, esos veinte años parecerían apenas más largos que la semana a que Wakefield li­mitara en un principio su ausencia. Consideraba la aventura tan sólo como un interludio en la corriente principal de su vida. Cuando, poco más tarde, juzgase oportuno entrar de nuevo a su salón, su esposa batiría palmas al ver ante sí al señor Wakefield, ya entrado en años. ¡Ah, gran error! Si el tiempo aguardase a que acabáramos con nuestras locuras preferidas, seguiríamos siendo jóvenes, todos nosotros, hasta el Día del Juicio.

Una tarde, en el vigésimo año a partir de su desaparición, Wakefield da su paseo de costumbre hacia la vivienda que to­davía considera suya. Es un atardecer ventoso de otoño, con frecuentes aguaceros que golpean el pavimento y cesan antes de que nadie consiga abrir el paraguas. Al detenerse cerca de la casa, Wakefield advierte, en las ventanas de la sala del segundo piso, el rojo resplandor, el brillo y los destellos caprichosos de un agradable fuego. La sombra fantástica de la buena señora Wakefield se proyecta en el cielo raso. El gorro, la nariz y la barbilla, junto con el amplio talle, forman una admirable cari­catura que baila, impulsada por las llamas que suben y bajan, con regocijo casi excesivo para la sombra de una viuda de edad respetable. En ese momento vuelve a caer la lluvia y una ráfaga impertinente la arroja contra la cara y el pecho de Wakefield, que se siente traspasado por el frío otoñal. ¿Se quedará aquí, empapado y temblando, cuando en su propia chimenea arde un buen fuego para calentarlo, y su propia esposa correrá a traerle la bata gris y demás ropas de andar por casa, que sin duda ha guardado cuidadosamente en el armario del dormito­rio conyugal? ¡No! Wakefield no es tan tonto. Sube los escalo­nes pesadamente, pues los veinte años transcurridos desde que los bajara le han endurecido las piernas, aunque él no lo sabe. ¡Espera, Wakefield! ¿Quieres ir al único hogar que te queda? ¡Baja entonces a la tumba! Se abre la puerta. Al entrar Wake­field a la casa, en una última mirada, reconocemos en su rostro la sonrisa astuta, precursora de la pequeña broma que desde hace tanto tiempo le ha estado gastando a su esposa. ¡Qué im­placablemente se ha burlado de la pobre mujer! ¡Bueno, que Wakefield descanse bien esta noche!

Este feliz acontecimiento -suponiendo que lo sea- sólo puede haber ocurrido en un momento inesperado. No seguire­mos a nuestro amigo a través del umbral. Nos ha dejado mucho en qué pensar, y una parte prestará su sabiduría a una enseñanza moral y conformará una imagen. En medio de la aparente con­fusión de nuestro mundo misterioso, los individuos se hallan tan exactamente ajustados al sistema, y los sistemas tan ajusta­dos entre sí y en relación al conjunto, que con sólo apartarse un instante el hombre se expone al terrible riesgo de perder su lugar para siempre. Como Wakefield, puede convertirse, por así de­cirlo, en el Paria del Universo.”

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